La etapa prenatal y los primeros 3 años de vida suponen un período determinante para el desarrollo cognitivo, emocional y del lenguaje, entre otros aspectos como la maduración inmunológica o la programación metabólica.

Los cambios más importantes se dan durante los dos primeros años y se producen en el cerebro, constituyéndose en esta etapa la base de nuestra estructura cerebral adulta.

Es en este momento cuando tenemos que estimular y entrenar las distintas habilidades, ya que el 40% de las habilidades mentales de un adulto se forman en estos primeros años.

Tradicionalmente se ha creído que la predisposición genética era una cuestión rígida y que la herencia de ADN de los progenitores, para bien o para mal, era inalterable. Hoy en día, diferentes estudios sugieren que esta huella podría modificarse, dejando entrever que un cambio de hábitos y de ambiente en los primeros estadios de la vida podría provocar un cambio en nuestra expresión genética, produciendo efectos positivos o negativos a largo plazo. 

Una buena alimentación durante el embarazo y los primeros años de vida del bebé es fundamental, pero también el medio ambiente y las experiencias que viva, dejarán huella para siempre.

¿Somos nuestros genes o el resultado del ambiente al que los sometemos?

Los genes no son nuestro destino, no son algo inamovible y determinante como se creía hasta ahora. La influencia del medio ambiente, la nutrición y las emociones, pueden modificarlos.

Un artículo publicado en Front Psychiatry encontró que hay una fuerte evidencia de que las experiencias en los primeros días y meses de vida forman el cerebro, no sólo emocionalmente, sino a nivel celular; revelando que un bebé en un ambiente afectuoso tiene muchas más posibilidades de ser un adulto saludable.

El afecto y un ambiente enriquecedor son factores determinantes en el desarrollo infantil, pero además, el entorno en el que criamos a nuestros hijos no sólo puede influir en su expresión genética futura, sino que también podría hacerlo en la de futuras generaciones.

Algunas investigaciones manifiestan que bebés que crecen en un ambiente desestructurado y privado de afecto, tienden a sufrir alteraciones de conducta y problemas de salud en la edad adulta y, por el contrario, los bebés que reciben más cariño durante este período, presentan al crecer muchos menos problemas.

La falta de un vínculo seguro con un adulto que los cuide, la privación de afecto o la violencia en los primeros años de vida, generan en el niño y la niña un tipo de estrés que causa daños permanentes en el desarrollo de su cerebro. Asegurar que disfruten durante sus primeros años de las mejores condiciones de vida es una de las decisiones más inteligentes que podemos tomar.

Tenemos que tener presente que nosotros somos lo más importante en la vida de nuestro bebé. Nosotros, con nuestros hábitos, con nuestro ejemplo, con nuestras decisiones y con ese tiempo de calidad que podemos y debemos dedicarles, podemos preparar a nuestras hijas e hijos para que se enfrenten a la vida con las mejores armas que podamos proporcionarles.